15 de octubre de 2012

La historia de una brizna

Agua.


Todo avanza en la espesura que rodea la brizna, el tiempo mueve al viento, que trae las nubes cargadas. El más leve roce... el cielo se desgarra con el primer impacto. Sus cuerdas vocales vibran y la electricidad hace lo suyo mientras todo se mueve: el miedo, la prisa... Tan sólo queda inmune la brizna.


Una fracción de segundo exhala la nada, y el sol abrasa la tierra, que ya no está mojada.

Parece que algo se detenga, pero las cigarras cantan, y la luna mira de reojo para que el sol no se de cuenta. Vuelve la lluvia, pero esta vez en forma de polvo; las estrellas se confunden con su reflejo en las partículas, mas cae una bellota del árbol partido por la luz, y se ríen.

De repente el cielo se raja, y sangra colores.





Fuego.



Con el primer alarido se despiertan los ojos del búho, que se han percatado del comienzo, pero no su cerebro. El humo se torna verde, rojo, gris y negro, alzando su bandera con ardiente y danzante estandarte.


El viento que se quedó dormido en las partículas comienza a huir, levantando el vuelo estrepitosamente contra seres vivos y muertos hasta que consigue agarrarse al cielo, que ya viste su traje rojo y negro.

El águila esparce su alma y canta, formando una manta que envuelve un trozo del universo, y se aleja. Pero enseguida vuelve trayendo consigo a la muerte en forma de caja metalizada.

Las raíces tratan de moverse en vano, pues pesan demasiado sus cuerpos troncados.

De repente, el tiempo se detiene, nada se mueve. Nada excepto una brizna que fue arrancada por el viento cuando éste se marchó.


Viento.


Vomita un poco de ceniza, pero se desliza sin descanso por las corrientes gravitatorias, subiendo y bajando con ayuda de algunas presiones que descansaban en la espuma salada.


El mar le ayuda a sostenerse, formando caracolas de agua, escalando en el aire.

Donde, finalmente, las crisálidas mueren, se posa al lado de una brizna marchita. Cae cual ser desmayado entre formas lisas y rugosas, y se refugia en el deleite por muy poco. Su espalda se estremece, y al mirar un millar de colores de distancia, en la redundante, puede ver la vibración y sentir la luz de lo que teme, no en ese orden, no en ese mismo instante.

Debe absorber rápido el aliento del tiempo, porque de un momento a otro deberá correr, sin llegar a saber, jamás, que es él mismo el que arrastra su condena tras de sí.

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